miércoles, 11 de noviembre de 2009

Tercer Premio del Concurso anual del periódico La Idea 2009

Corre, Betty, corre, por Hilde Rossi

Agotada. Agotada. El viaje en avión fue largo, los trámites lentos, el coche que me trajo a la cabaña, destartalado; la noche oscura, la mañana ¿quién sabe?
La mochila ocupa casi todo el cuarto, demasiado para tres pares de pantalones, unas camisas y un poncho impermeable. Tengo cuarenta y bastantes años sin victorias. Hasta ayer sabía por que quería correr esta carrera. Hoy no estoy segura. No estoy en forma ni tengo suficiente motivación. Creo que voy a enloquecer de aburrimiento. Como el año pasado, cuando abandoné la de veinte kilómetros. Hubiera podido terminar de no haber estado tan aburrida. Todavía no soy vieja, iba a mi trabajo en bicicleta pero a las siete de la tarde estoy demasiado apurada para volver pedaleando.
Aquí sólo hay frío. No oigo pájaros ni perros. Nada altera el silencio de una noche tan clara y pesada que parece muerta. La mañana llega como un golpe a través de la ventana.
Comienzo a prepararme. Medias con refuerzo en los tobillos, botas, pantalones que al correr producen un ruido monótono, relajante. El sendero está bien señalado pero la niebla me impide ver más de dos o tres metros a los costados. Corro dentro de un callejón opaco sin pensar nada más que dónde apoyar el pie, cuándo apurar el paso, esquivar la nieve que cae de los árboles, cómo usar las manos para sostener el equilibrio.
Corro al ritmo de una banda sonora formada por el roce de mis ropas y el tintineo de las hebillas, un fondo musical mínimo y tranquilizador que acompaña la cadencia de la respiración. Los primeros kilómetros pasan fáciles, después empieza el esfuerzo.
El resuello pierde su compás, el sendero se estrecha, se empina y aparece el dolor. Como brotado de la tierra entra por la planta de los pies, trepa las pantorrillas, los muslos, sube por la espalda y hace su nido en el cráneo. El dolor es un pulpo que se aloja bajo la frente y extiende sus tentáculos removiéndolo todo. Busco controlarlo oprimiendo las sienes. Comienzo a sentir calor, transpiro y la ropa se humedece. El pulso golpea mis oídos, las piernas, salpicadas de agua y hielo, se entumecen.
Paso al lado de una señal, un montículo de piedra que marca la mitad del recorrido. Respiro tan hondo como puedo. El dolor de cabeza está convencido de que ganará la batalla, pero sigo luchando. Sola. No veo a los otros. No se si están adelante, atrás o cercanos. Quizás me resigne a no completar la carrera. Aunque son demasiadas las veces que me he conformado con intentar. Soy tan buena como cualquiera de los que llegan a la meta.
Mis pensamientos se dispersan, trato de mantener el cerebro activo, repito canciones infantiles, los nombres de las provincias, la tabla del cinco. Siento frío, los árboles pasan a mi lado menos rápido, el viento barre la montaña a ráfagas. Cerca del final, la carrera se me hace irrelevante. Me había preguntado si el trayecto sería demasiado fácil. Ahora sé que no. Recorro el camino que otros han pisado antes sintiendo dolor, frío, miedo, esperando un momento de paz, olvidada de cómo era sentirme fuerte. Desemboco en un cañadón abierto y a lo lejos veo un arco. Aflojo el ritmo. Bajo el arco, un hombre con un pullover azul y gorro lanudo haciendo juego se apoya en una mesa en la que hay un libro de tapas duras. Parece un guardia, está muy solo y muy serio.
-¿Hizo usted todo el recorrido? -me pregunta.
-Sí –le contesto.
Abre su libro en el que hay anotados cientos, miles de nombres, domicilios, nacionalidades. Pasa las hojas hasta encontrar un lugar en blanco.
-Firme aquí.
Añado mi nombre a la lista y la niebla me desaparece.

1 comentario:

macedonianos en Casa Scherpa dijo...

qué bueno, Hilde!!, felicitaciones, siempre es un placer volver a leer tus textos. Abrazo macedoniano, Ro